A mediados de los 80, Judas Priest vendía millones de discos, llenaba grandes pabellones hasta en la ciudad más olvidada de EE UU y su vocalista, Rob Halford, con su rango vocal de cuatro octavas, era conocido como “The Metal God” (el dios del metal). Miles de padres se echaban las manos a la cabeza por sus canciones épicas y agresivas, mientras sus hijos coreaban con el puño en alto los estribillos sobre traición, venganza y triunfo de estos héroes de clase obrera, de Birmingham (Inglaterra).
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